El siguiente relato es una transcripción completa de uno de los capítulos de la citada obra:The 12th Planet. El texto es extenso, sin embargo vale la pena terminarlo. Espero que os haga pensar.
Normalmente, nosotros representamos el sistema solar de forma esquemática, como una línea de planetas que se aleja del Sol a distancias crecientes. Pero si representáramos los planetas, no en una línea, sino uno después de otro en un círculo (el más cercano, Mercurio, en primer lugar, después Venus, luego la Tierra, etc.), el resultado se parecería al de la (Todos los dibujos son esquemáticos y no a escala; las órbitas planetarias en los dibujos que siguen son circulares en vez de elípticas para facilitar la representación.) Si echamos un segundo vistazo a la ampliación del sistema solar representado en el sello cilíndrico VA/243, veremos que los «puntos» que circundan la estrella son, en realidad, globos cuyos tamaños y orden se adecuan al sistema solar.

El Pequeño Mercurio viene seguido por un Venus más grande. La Tierra, con el mismo tamaño de Venus, está acompañada por la Pequeña Luna. A continuación, en el sentido contrario al de las agujas del reloj, Marte se muestra correctamente, algo más pequeño que la Tierra pero más grande que la Luna o Mercurio.
La antigua representación nos muestra después un planeta desconocido para nosotros, considerablemente más grande que la Tierra, aunque más pequeño que Júpiter y Saturno, que se ven con toda claridad a continuación. Aún más lejos, otro par se corresponde perfectamente a nuestros Urano y Neptuno. Por último, el pequeño Plutón está también ahí, pero no donde lo situamos nosotros ahora (después de Neptuno), sino entre Saturno y Urano.
Tratando a la Luna como a un cuerpo celeste más, esta representación sumeria da cuenta plena de todos los planetas que conocemos, los sitúa en el orden correcto (con la excepción de Plutón), y los muestra por tamaño. Sin embargo, esta representación de 4500 años de edad insiste también en que había -o ha habido- otro planeta importante entre Marte y Júpiter. Como mostraremos después, éste es el duodécimo planeta, el planeta de los nefilim.
Si este mapa celeste sumerio se hubiera descubierto y estudiado hace dos siglos, los astrónomos habrían pensado que los sumerios estaban totalmente desinformados, al imaginar, estúpidamente, que había más planetas después de Saturno. Ahora, no obstante, sabemos que Urano, Neptuno y Plutón están realmente ahí. ¿Imaginaron los sumerios las otras discrepancias, o estaban correctamente informados por los nefilim de que la Luna era un miembro del sistema solar por derecho propio, Plutón estaba situado cerca de Saturno y había un Duodécimo Planeta entre Marte y Júpiter?
La teoría largo tiempo sustentada de que la Luna no era más que «una pelota de golf helada» no se descartó hasta después de la conclusión de varias misiones Apolo a la Luna. Hasta aquel momento, las mejores conjeturas consistían en que la Luna era un trozo de materia que se había separado de la Tierra cuando ésta era aún de material fundido y maleable. Si no hubiera sido por el impacto de millones de meteoritos, que dejaron cráteres en la superficie de la Luna, ésta habría sido un trozo de materia sin rostro, sin vida y sin historia que se solidificó y sigue a la Tierra desde siempre.
Sin embargo, las observaciones hechas por satélites no tripulados han comenzado a poner en duda estas creencias tanto tiempo manejadas. Al final, se llegó a la conclusión de que la composición química y mineral de la Luna era suficientemente diferente de la de la Tierra como para poner en duda la teoría de la «separación». Los experimentos realizados en la Luna por los astronautas norteamericanos, y el estudio y análisis del suelo y de las muestras de rocas que trajeron, han determinado, más allá de toda duda, que la Luna, aunque en la actualidad estéril, fue alguna vez un «planeta vivo».
Al igual que la Tierra, tiene diferentes capas, lo que significa que se solidificó desde su propio estadio original de materia fundida. Al igual , que la Tierra, generaba calor, pero mientras que el calor de la Tierra proviene de sus materiales radiactivos, «cocidos» en el interior de la Tierra bajo una tremenda presión, el calor de la Luna proviene, según parece, de capas de materiales radiactivos que se encuentran muy cerca de la superficie. Sin embargo, estos materiales son demasiado pesados para haber ascendido hasta ahí. Entonces, ¿cómo se llegaron a depositar tan cerca de la superficie de la Luna? El campo gravitatorio lunar parece ser errático, como si inmensos trozos de materias pesadas (como el hierro) no se hubieran hundido de modo uniforme hasta su centro, sino que estuvieran dispersos. Pero, ¿podríamos preguntar a través de qué proceso o fuerza?
Existen evidencias que indicarían que las antiguas rocas de la Luna estuvieron magnetizadas. También existen evidencias de que los campos magnéticos se cambiaron o invirtieron. ¿Ocurrió esto a través de algún proceso interno desconocido, o por medio de alguna influencia externa indeterminada?
Los astronautas del Apolo 16 descubrieron que las rocas lunares (llamadas brechas) eran el resultado de la destrucción de la roca sólida y su posterior soldadura gracias a un calor extremo y repentino. ¿Cuándo y cómo se hicieron añicos y se refundieron estas rocas? Otros materiales de la superficie de la Luna son ricos en los poco frecuentes potasio y fósforo radiactivos, materiales que en la Tierra se encuentran a grandes profundidades.
Reuniendo todos estos descubrimientos, los científicos afirman ahora que la Luna y la Tierra, formadas más o menos con los mismos elementos y más o menos por el mismo tiempo, evolucionaron como cuerpos celestes separados. En opinión de los científicos de la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio de los Estados Unidos (N.A.S.A.), la Luna evolucionó «normalmente» durante sus primeros 500 millones de años. Luego, dijeron (tal como se informó en The New York Times), El período más catastrófico llegó hace 4.000 millones de años, cuando cuerpos celestes del tamaño de grandes ciudades y pequeños países se estrellaron en la Luna y formaron sus inmensas cuencas y sus altísimas montañas. Las ingentes cantidades de materiales radiactivos dejados por las colisiones comenzaron a calentar la roca por debajo de la superficie, fundiendo enormes cantidades de ésta y forzando mares de lava a través de las grietas de la superficie. El Apolo 15 encontró un deslizamiento de rocas en el cráter Tsiolovsky seis veces más grande que cualquier deslizamiento de rocas en la Tierra.
El Apolo 16 descubrió que la colisión que creó el Mar de Néctar depositó escombros hasta a 1.600 kilómetros de distancia. El Apolo 17 alunizó cerca de un acantilado ocho veces más alto que cualquiera de la Tierra, lo que significa que se formó por un terremoto ocho veces más violento que cualquier otro terremoto en la historia de la Tierra.
Las convulsiones que siguieron a este suceso cósmico continuaron durante unos 800 millones de años, de modo que la composición y la superficie de la Luna adoptaron por fin su forma helada hace alrededor de 3.200 millones de años. Así pues, los sumerios tenían razón al representar a la Luna como un cuerpo celeste por derecho propio. Y, como pronto veremos, también nos dejaron un texto que explica y describe la catástrofe cósmica a la que se refieren los expertos de la NASA.
Al planeta Plutón se le ha denominado «el enigma». Mientras que las órbitas de los demás planetas alrededor del Sol se desvían sólo un poco del círculo perfecto, la desviación («excentricidad») de Plutón es tal que tiene la órbita más extensa y elíptica del sistema solar. Mientras que los demás planetas orbitan al Sol más o menos dentro del mismo plano, la órbita de Plutón tiene una inclinación nada menos que de 17 grados. Debido a estos dos rasgos atípicos de su órbita, Plutón es el único planeta que corta la órbita de otro planeta, Neptuno.
En tamaño, Plutón se encuentra en realidad dentro de la clase «satélite». Su diámetro, 5.800 kilómetros, no es mucho mayor que el de Tritón, un satélite de Neptuno, o Titán, uno de los diez satélites de Saturno. Debido a sus inhabituales características, se ha llegado a sugerir que este «inadaptado» podría haber comenzado su vida celeste como un satélite que, de algún modo, escapó a su dueño y tomó por sí mismo una órbita alrededor del Sol.
Y esto, como vamos a ver, es realmente lo que sucedió, según los textos sumerios. Y ahora llegamos al clímax de nuestra búsqueda de respuestas a antiquísimos sucesos celestes: la existencia del Duodécimo Planeta. Por asombroso que parezca, nuestros astrónomos han estado buscando evidencias que indiquen que, ciertamente, existió una vez un planeta entre Marte y Júpiter.
A finales del siglo xviii, antes incluso del descubrimiento de Neptuno, varios astrónomos demostraron que «los planetas estaban situados a determinadas distancias del Sol, según una ley definida». Este planteamiento, que llegó a ser conocido como Ley de Bode, convenció a los astrónomos de que debió de haber un planeta dando vueltas en un lugar donde, hasta entonces, no se sabía que hubiera existido un planeta -es decir, entre las órbitas de Marte y Júpiter.
Animados por estos cálculos matemáticos, los astrónomos se pusieron a explorar los cielos en la zona en la que debería de estar «el planeta perdido». En el primer día del siglo xix, el astrónomo italiano Giuseppe Piazzi descubrió, exactamente en la distancia indicada, un planeta muy pequeño (776 kilómetros de un extremo a otro) al que llamó Ceres. Hacia 1804, el número de asteroides («planetas pequeños») encontrados allí ascendía a cuatro; hasta la fecha, se han contado cerca de 3.000 asteroides en órbita alrededor del Sol, en lo que ahora llamamos el cinturón de asteroides. Sin duda, son los restos de un planeta que se hizo añicos. Los astrónomos rusos le han llamado Faetón («cuadriga»).
Aunque los astrónomos están seguros de la existencia de tal planeta, no son capaces de explicar su desaparición. ¿Acaso estalló él solo? Pero, entonces, los pedazos habrían salido despedidos en todas direcciones y no habrían conformado un simple cinturón. Si fue una colisión lo que destruyó al planeta desaparecido, ¿dónde está el cuerpo celeste responsable de tal colisión? ¿Se hizo añicos también? Pero los restos que siguen dando vueltas alrededor del Sol, si se suman, no son suficientes para formar ni siquiera un planeta, y mucho menos dos. Por otra parte, si los asteroides son los restos de dos planetas, deberían de haber conservado la revolución axial de los dos planetas. Pero todos los asteroides tienen la misma rotación axial, con lo que se indica que todos ellos provienen del mismo cuerpo celeste. Así pues, ¿cómo se hizo pedazos el planeta desaparecido, y qué fue lo que lo destruyó?
Las respuestas a estos misterios se nos han transmitido desde la antigüedad
Hace cosa de un siglo, cuando se descifraron los textos encontrados en Mesopotamia, se tomó conciencia inesperadamente de que allí, en Mesopotamia, había textos que no sólo eran equiparables a algunas secciones de las Sagradas Escrituras, sino que también las precedían. En 1872, con Die Keilschriften und das alte Testament, Eberhard Schráder dio inicio a una avalancha de libros, artículos, conferencias y debates que se prolongaron durante medio siglo. ¿Hubo algún lazo, en alguna época ancestral, entre Babilonia y la Biblia? Los titulares afirmaban provocativamente: BABEL UND BIBEL.
Entre los textos descubiertos por Henry Layard en las ruinas de la biblioteca de Assurbanipal en Nínive, había uno que hacía un relato de la Creación no muy diferente del Libro del Génesis. Las tablillas rotas, las primeras que consiguió recomponer y publicar George Smith en 1876 (The Chaldean Génesis), demostraban concluyentemente que sí que había existido un texto acadio, escrito en el antiguo dialecto babilonio, que relataba cómo cierta deidad había creado el Cielo y la Tierra, y todo sobre la Tierra, incluido el Hombre.
En la actualidad, hay una vasta bibliografía que compara el texto mesopotámico con la narración bíblica. La deidad babilonia hizo su trabajo, si no en seis «días», sí, al menos, en lo que abarcan seis tablillas; y en paralelo al bíblico séptimo día de descanso de Dios, en el que disfrutó de su obra, la epopeya mesopotámica dedica una séptima tablilla a la exaltación de la deidad babilonia y de sus logros. No en vano, L. W. King tituló su autorizada obra sobre el tema The Seven Tablets of Creation, Las Siete Tablillas de la Creación.
Conocido ahora como «La Epopeya de la Creación», este texto fue conocido en la antigüedad por las palabras con las que comienza, Enuma Elish («Cuando en las alturas»). El relato bíblico de la Creación comienza con la creación del Cielo y la Tierra; el relato mesopotámico es una verdadera cosmogonía, pues trata de los eventos previos y nos lleva hasta el comienzo de los tiempos:
Enuma elish la nabu shamamu
Cuando, en las alturas, el Cielo no había recibido nombre
Shaplitu ammatum shunta la zakrat
Y abajo, el suelo firme [la Tierra] no había sido llamado
Fue entonces, según nos cuenta la epopeya, cuando dos cuerpos celestes primigenios dieron a luz a una serie de «dioses» celestes. A medida que el número de seres celestes aumentaba, hacían más ruido y causaban más conmoción, perturbando al Padre Primigenio. Su fiel mensajero le urgió a que adoptara fuertes medidas disciplinarias con los dioses jóvenes, pero éstos se confabularon contra él y le robaron sus poderes creadores. La Madre Primigenia intentó vengarse. El dios que dirigió la revuelta contra el Padre Primigenio tuvo una nueva idea: invitar a su joven hijo a unirse a la Asamblea de los Dioses y darle la supremacía, para que fuera a combatir así, sin ayuda, al «monstruo» en que se había convertido su madre.
Aceptada la supremacía, el joven dios -Marduk, según la versión babilonia- se enfrentó al monstruo y, tras un feroz combate, la venció y la partió en dos. Con una parte de ella hizo el Cielo, y con la otra la Tierra.
Después, proclamó un orden fijo en los cielos, asignando a cada dios celeste una posición permanente. En la Tierra, creó las montañas, los mares y los ríos, estableció las estaciones y la vegetación, y creó al Hombre. Babilonia y su altísimo templo se construyeron como un duplicado de la Morada Celeste en la Tierra. A dioses y a mortales se les dieron encargos, mandatos y rituales a seguir. Entonces, los dioses proclamaron a Marduk como la deidad suprema, y le concedieron los «cincuenta nombres» -las prerrogativas y el rango numérico de la Enlildad.