Benedicto XVI promete obedecer al Papa.

A las ocho de la tarde se ha hecho efectiva la renuncia de Ratzinger al pontificado y la sede vaticana ha quedado vacante.

Antes ha pronunciado sus últimas palabras públicas como pontífice en el balcón del palacio de Castel Gandolfo.

 Roma 

A las cinco y ocho minutos de la tarde, sobre el atardecer de Roma, Joseph Ratzinger resucitó. Hasta ese momento, durante casi ocho años, fue un Papa que habló en voz baja, anulado al principio por la enorme sombra de Juan Pablo II, incapaz después de llevar a buen fin su intención de librar a la Iglesia del estigma de la pederastia, sepultado finalmente por el escándalo de sus cartas robadas. Pero este jueves, a las cinco y ocho minutos de la tarde, Benedicto XVI supo añadir al grito histórico de su renuncia una imagen que no se olvidará jamás. Con Roma por escenario, la magia del cine y la emoción del directo construyeron un mensaje mucho más eficaz que todas sus advertencias sobre los males de la Iglesia. Ante los ojos de todos, un helicóptero blanco se estaba llevando del Vaticano a un Papa vencido, cuya única forma de hacerse oír, de resucitar su pontificado, había sido dejar morir su poder a cámara lenta, a la vista de todos.

La realización fue perfecta. No la de la marcha de Benedicto XVI del Vaticano y su llegada a Castel Gandolfo, que también, sino la de su renuncia desde que el día 11, por sorpresa, en latín, pronunciara aquellas palabras ante los cardenales: “Con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma, sucesor de san Pedro”. La emoción de la veterana periodista de la agencia italiana de noticias que se sorprende y que duda de su latín tan lejano, la zozobra del bueno del padre Federico Lombardi, el portavoz del Vaticano, que apenas tiene mucha más información de la que ha anunciado el Papa, que se va, que renuncia, porque ya ni su cuerpo ni su espíritu son suficientes para manejar la barca de Pedro. Y la fecha, claro. El Papa, nadie sabe por qué, ha escogido una fecha y una hora para irse. El 28 de febrero. A las ocho de la tarde.

En su despedida de los cardenales, Benedicto XVI aseguró: “Entre vosotros está el futuro papa, al que desde hoy ya le prometo mi reverencia y obediencia incondicional” y les prometió rezar para que estén “iluminados” al elegir al sucesor. Por la tarde, en Castel Gandolfo, pronunció sus últimas palabras como Papa: “Solo soy un peregrino en la última etapa de su peregrinaje en esta tierra”.

Las últimas horas

11.00. Benedicto XVI se ha reunido con los cardenales que han llegado a Roma para el Cónclave para saludarles y despedirse de ellos.

17.00. El todavía Papa ha partido en helicóptero desde el Vaticano hacia la residencia estival de Castel Gandolfo.

17.24 (aprox). El helicóptero ha aterrizado en Castel Gandolfo, donde Benedicto XVI se ha dirigido al público en sus últimas palabras públicas como Pontífice.

20.00. Se ha hecho efectiva la renuncia y Benedicto XVI ha dejado de ser Papa para ser papa emérito. La sede de Pedro ha quedado vacante.

Ahora que los guardias suizos se acaban de ir de Castel Gandolfo, ahora que el apartamento del Papa ha sido sellado y el ascensor bloqueado, ahora que Tarcisio Bertone, como cardenal camarlengo, está inutilizando el anillo del Pescador, ahora que esta película en directo que ha durado 17 días con ese final del helicóptero tan a lo Fellini en La Dolce Vita o a lo Ron Howard en Ángeles y demonios, ahora que ya no hay Papa, que la película de la renuncia se ha acabado y nos levantamos del sofá aturdidos, intentando averiguar cuál es el mensaje, nos damos cuenta de que es uno u otro según esas gafas de tres dimensiones que es la fe. Quien la tiene ha visto una cosa. Quien no, otra muy distinta.

El término medio es la historia. Lo que se sabe de la historia. Y lo que se sabe de la renuncia de Benedicto XVI, aunque los más papistas del Papa intenten negarlo, es muy grave. No hace falta conocer qué encierra el informe secreto elaborado por los tres cardenales octogenarios ni siquiera escuchar las versiones más retorcidas de quienes ven a la Iglesia y sobre todo al Vaticano como un foco de corrupción. No hace falta ir tan lejos. Solo ver lo que ha dicho y ha hecho Benedicto XVI estos días, sus palabras repetidas sobre la corrupción en el seno de la Iglesia, su decisión, en el tiempo de descuento de su pontificado, de separar de sus puestos privilegiados a los representantes de la curia que ya no creía dignos de confianza. Durante estos 17 días, hemos visto al Papa, un hombre de 85 años cansado y enfermo, recluirse en ejercicios espirituales pero, al tiempo, nombrar al nuevo presidente de la banca del Vaticano, un foco continuo de sospechas que él intento limpiar a través de su amigo Ettore Gotti Tedeschi, quien, después de tres años al frente del IOR (Instituto para las Obras de Religión) escribió una carta por si lo mataban.

Cónclave a la vista

  • La primera reunión preparatoria del cónclave será el próximo lunes 4.
  • Los cardenales mayores de 80 años no pueden votar.
  • De los 203 purpurados, solo 115 participarán en la elección.
  • De esos, 67 han sido nombrados por Ratzinger y 49 lo fueron por Juan Pablo II.
  • Además, 60 son europeos y 21, italianos. Hay 5 españoles.
  • En 2007, Benedicto XVI cambió el reglamento de la elección: son necesarios dos tercios de los votos para salir elegido papa.
  • El primer día del cónclave solo es obligatoria una votación. En los siguientes, se vota dos veces por la mañana y otras dos por la tarde.

Lo hemos visto todo, en directo. Durante los últimos meses, condensados cinematográficamente en los últimos 17 días, en la última hora verdaderamente genial. Hemos visto publicar un libro con las cartas robadas a Ratzinger por su mayordomo, Paolo Gabriel, en las que se hablaba de corrupción, de conjuras, de luchas de poder, de un director de un periódico de la Iglesia acosado y difamado para hacerlo caer. ¿Hay algo más cinematográfico que eso? ¿Hay algo menos cristiano? En el Borgo Pío, el barrio vecino al Vaticano, unos muchachos que jugaban con una pelota se pararon al oír las campanas y el gentío que miraba al cielo. Se quedaron mirando y no vieron nada, pero por la noche, en televisión, lo verían repetido una y otra vez y el día de mañana creerán haberlo vivido en directo. Tal vez recuerden también algún día la perplejidad de sus padres al contestar a la pregunta que todo el mundo se hace en Roma y en toda la cristiandad: ¿por qué, después de siete siglos, vuelve a renunciar un Papa?

Y la respuesta, según un sondeo publicado ayer, refleja muy bien la forma en que la Iglesia, incluso en Italia, ha perdido predicamento. El 43,5% de los italianos se cree la versión oficial, que se ha ido por cansancio, por falta de fuerzas físicas. Pero un significativo 42,9% cree que lo ha hecho por “escándalos y juegos de poder en el interior de la Iglesia y del Vaticano”. Esta película sorprendente que acabamos de presenciar puede ser analizada desde la distancia, incluso desde el cine. El periodista Francesco Merlo, en un vídeo delicioso colgado en la web de La Repubblica, opinaba que las imágenes que ya ha visto todo el mundo le recordaban el inició de La Dolce Vita, de 1960, con el cristo redentor transportado en helicóptero sobre el cielo de Roma: “La estatua con los brazos abiertos confirma que el profeta cinematográfico de cuanto está sucediendo en la ciudad eterna no es Moretti, sino Fellini. Ha sido él, el más visionario, onírico, cruel, anticlerical de los artistas contemporáneos”.

La Guardia Suiza procede a retirarse de Castel Gandolfo al hacerse efectiva la renuncia de Benedicto XVI. / VINCENZO PINTO (AFP)

Sin las gafas de la fe, lo que está sucediendo en el Vaticano —por lo que ha dicho el Papa, por su renuncia, por los papeles traspapelados— es un escándalo. Pero para quienes las llevan siempre puestas y han hecho de ellas un ideal de vida, es un dolor. Muy profundo. Las monjas que curan leprosos en África, los curas que son el único chaleco antibalas de los inmigrantes que cruzan México persiguiendo el sueño americano, las hermanas de la Cruz que duermen sobre el suelo de su convento en Sevilla y se adentran de noche en las 3.000 viviendas para dar consuelo a los que no tienen nada, deben de estar haciendo una lectura muy distinta a la de quienes, sin fe, analizan lo que ocurre dentro de los muros del Vaticano. Y no necesariamente mejor. A las ocho de la tarde de ayer la Iglesia se quedó sin Papa. Y nadie sabe verdaderamente por qué.

Sede vacante también en Italia

P. O., ROMA

No hay Papa, ni Gobierno, y el anciano presidente de la República, Giorgio Napolitano, ya ha dicho que en cuanto se cumpla su mandato -dentro de unas semanas-se irá aunque le digan que se quede. Se vive una situación extraña en Roma. No se puede decir que de miedo, pero sí de extrañeza. Este país tan mal gobernado en los últimos años no tiene ahora quien lo gobierne. Ni se le espera. Algo muy parecido le ocurre a la Iglesia. Benedicto XVI, el ya desde hoy Papa emérito, no pudo o no supo imponer sus aires de renovación en la Iglesia porque las estructuras de poder, la Curia, se lo impidió. Lo admiten hasta los diarios más conservadores, algunos de los llamados «vaticanistas» que unen a su profesión de periodistas su condición de católicos convencidos. «Los cardenales», decía ayer uno de ellos, «están queriendo ahora al Papa como no lo habían querido nunca».

Al otro lado del espejo del Tíber -un espejo sucio y dejado de la mano de Dios como casi todo en la ciudad de Roma-lo que allí se llama Curia aquí se llama Casta, La Casta. También los políticos ahora se están rasgando las vestiduras ante la aparición de Beppe Grillo, el cómico que ha sabido canalizar la rabia y la impotencia y que ahora, con su aluvión de votos, no los deja gobernar. Las lágrimas de los cardenales y la rabia de los políticos profesionales vienen a significar lo mismo, la incredulidad de que un momento así -el castigo a sus pecados-se esté produciendo. En la despedida del Papa ante los cardenales hubo un momento que lo sintetiza todo. El momento en que el cardenal Roger Mahony, golpeado por el escándalo de la pederastia, se acerca sonriente a saludarlo. Es el poder sordo ante un clamor que dice, ahora sí, basta ya a los abusos que siempre habían quedado impunes.

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