Por: Rosa Santizo.
«Por fin la lluvia cae sin compasión y borrará de mi memoria el dolor…»(Sôber)
La lluvia caía tenue y delicada, borrando todo recuerdo del pasado, era como música que acariciaba los oídos después del largo y caluroso verano. Un verano que parecía no tener fin y que pesaba ya demasiado, largos días llenos de un calor plomizo que le hacía caer en un sopor insoportable. Ahora por fin el frío y la humedad calaban sus huesos haciéndola espabilarse con el frescor que el nuevo día traía, recordatorio imborrable de aquello que marchó lejos para ya nunca regresar. Ella tranquila y sin ganas, con las ilusiones gastadas miraba por la ventana de su dormitorio, una habitación gris y apagada, donde el silencio habitaba desde hacía tanto tiempo que ya ni recordaba. El cuadro de la pared, mudo testigo de sus noches sin dormir, no respondía a sus lloros ni lamentos, los espejos estáticos se limitaban a devolverle su propia imagen, una silueta que se recortaba en la penumbra en la que se hallaba inmersa y que a dudas penas podía reconocer.
Mientras su mente volaba a otros mundos, la lluvia seguía cayendo ajena a todo lo que ocurría tras esa ventana. El suave y dulce tintineo del agua al deslizarse acompañaba sus recuerdos, grises y escurridizos como esa fina lluvia que se negaba a alejarse obligándola a recordar, a pensar, a bucear por su mente en busca de respuestas a tantas preguntas que nunca hizo. Esa agua del cielo, calmada pero constante, empapaba todas las calles, se deslizaba por la ciudad entrando en cada rincón, alimentando todos los recovecos que por escondidos que estuviesen no escapaban a su frescor. Agua que limpia y purifica las almas abatidas, calmando los ánimos, disipando penas, trayendo nostalgias, tejiendo ilusiones, recuerdos de sucesos que ocurrieron tiempo atrás, o de acontecimientos que aún sin haber ocurrido acuden a su mente antojadiza como si de realidades palpables se tratasen. Sigue leyendo