Por: Jose Manuel García Bautista
En la Feria de Abril de Sevilla encontramos una de esas historias de fantasmas de ese otro mundo inexplorado que entre los tantos otros que nos vamos a encontrar en esa misma Feria pero de “carne y hueso” pasaría casi desapercibida, sin embargo, resume tan a las claras el romanticismo de las apariciones espectrales victorianas que sería imposible pasarlo por alto o citarla en cualquier otro apartado de esta guía. Nuestra historias de fantasmas, ¿o acaso una moderna leyenda?, nos cuenta que en la feria ya no se cabía debido a la afluencia de turistas y visitantes, todo ello sumado al festivalero espíritu sevillano, y así las cosas se decide trasladar su ubicación del tétrico enclave del Prado de San Sebastián al barrio de Los Remedios, era el año 1973.
Las calles del “Real de la Feria” tomarían los nombre de ilustres toreros sevillanos y la noche sería adornada por miles de bombillas abrazadas a un farolillo que llenaría de luz y color las calles de amarillo albero del recinto. En ella se han vivido todo tipo de anécdotas, historias, pasiones y andanzas. Una de ellas nos ubica en la década de los 90, en los albores del siglo XX Sevilla seguía su feria, y en ella un vigilante de seguridad de la calle Ignacio Sánchez Mejías, llegadas altas horas de la madrugada, se dispuso a echar los toldos de la “caseta”. En el interior no quedaba nadie, nadie salvo él. Serían as cinco de la mañana del primer día oficial de feria cuando en el interior de la misma irrumpe un individuo ataviado con traje corto y sombrero cordobés, en su chaquetilla azabache destacaba un clavel rojo sangre y con andar firme, sereno y poco dubitativo entró hasta la barra del bar, allí, cogió una botella de vino “fino” -el hecho ya era chocante para nuestro vigilante de seguridad pero que no se decantara por la emergente “manzanilla”-, fue un detalle que no le pasó inadvertido. Aquella persona, elegante pero a la vez desarbolada, se sirvió esa copa, le dio un sorbo y dejando media medida de aquel oro líquido de otras épocas abandonó el local. Nuestro vigilante creía que se debía tratar de algún socio de la “caseta” o alguna persona con cierta familiaridad, sobre todo por la forma de comportarse, y no le concedió mayor importancia.
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