La verdadera naturaleza de lo que conocemos como muerte no es sólo una pregunta para los filósofos; los propios médicos y biólogos han tenido históricamente dificultades para definirla con precisión y, aún hoy, barajan diferentes significados del término.
A un nivel general, actualmente se suele entender la muerte como el cese irreversible de las funciones cardiorrespiratorias o de todas las funciones del encéfalo que resulta de la incapacidad del organismo para sostener la homeostasis (proceso por el que mantiene una condición interna estable). No obstante, existen algunos matices en función del contexto.
Historia de una definición
Hasta el siglo XX y durante éste, la muerte se entendía como el cese de la actividad cardíaca, los reflejos y la respiración. En principio, estos tres factores parecían darse en todos los casos, pero con el tiempo se demostró que eran insuficientes: muchas personas fueron inhumadas o quemadas en estado de catalepsia o vida latente, una condición en la que se dan estos requisitos pero que a diferencia de la muerte es reversible. El resultado es que se han encontrado ataúdes arañados desde el interior y se han registrado casos de gritos en los hornos crematorios, lo que da cuenta del horror que debieron encontrar estas personas al abandonar la catalepsia.
El avance de la tecnología permitió actualizar el concepto añadiendo el cerebro a la ecuación. Gracias al encefalograma, se podía verificar que en las personas fallecidas no existía actividad bioeléctrica cerebral, por lo que se definió la muerte como esta ausencia. Sin embargo, de nuevo se descubrió que en determinadas condiciones, este cese de la actividad encefálica puede ser reversible, algo que se ha observado en personas que han sufrido ahogamiento o congelación.
La muerte como proceso
En base a esto, se pasó de entender la muerte como un evento a entenderla como un proceso. Se produce a lo largo del tiempo, y no en un instante determinado, de forma gradual y, en un momento dado, se vuelve irreversible.
Esto permite que, en determinados contextos en los que es necesario ser especialmente precisos, se pueda hacer considerando como ‘momento de la muerte’ el momento en el que este proceso se vuelve irreversible, lo que es determinable por ciertos protocolos clínicos.
Muerte cerebral
Un caso especial lo presentan aquellos casos en los que se produce el cese completo de la actividad cerebral, pero no así de la contracción cardíaca. De hecho, es posible mantener la respiración y la circulación de manera artificial en una persona en esta situación, lo que también implica que los demás órganos continúan funcionando total o parcialmente.
Con todo, el consenso actual desde los ámbitos jurídico, ético y médico está en estos casos en considerar que una persona está muerta una vez que ha cesado irreversiblemente toda la actividad cerebral, incluida la del tallo cerebral (encargada precisamente de las funciones vitales) aunque se produzca este mantenimiento de las funciones vitales.
Para velar porque esto realmente sea así, se suele exigir desde el punto de vista legal el cumplimiento de unos criterios tremendamente estrictos que atestigüen que realmente no existe actividad encefálica.
Esto resulta muy importante, por ejemplo, cuando la persona en cuestión es donante de órganos, ya que el mantenimiento de las funciones vitales puede ser necesario para mantenerlos en buen estado, pero es indispensable (como es lógico) estar seguros de que el sujeto haya fallecido antes de extirparlos.