La misteriosa luz de San Isidro

Por Jose Manuel García Bautista

“Aquel fue el año de las sandías más grandes”. Suena gracioso, pero así lo transmitió Francisco Márquez durante una animada charla en una cafetería céntrica de Torremolinos a José Manuel Frías.

Y no era una frase de su cosecha; su padre, testigo del suceso, con tales palabras lo afirmó. Nunca pudo decidirse entre 1945 o 1946 como fecha de su singular encuentro, pero sí sabía que, fuera el año que fuera, las sandías de su huerta fueron las más grandes que había visto en su vida.

No andaba el buen hombre muy equivocado al apuntar a mediados de la década de los 40, ya que en su recuerdo aún veía tropas de alemanes refugiados surcando las afueras de la ciudad, justo tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, buscando en Málaga el trampolín para saltar a Sudamérica.

José Márquez Pérez era conocido como “el Palmita”. En Churriana, otrora fructífero pueblo malagueño y hoy obligada barriada de la capital, todos tenían mote por aquellas fechas.

Una costumbre que, casi a modo de inercia, se mantiene en nuestros días. El caso es que “el Palmita” y su primo, José Salcedo “el Pea”, ambos bravos campesinos, tenían tierras de cultivo en las cercanías.

-Donde en la actualidad están construyendo la ampliación del aeropuerto de Málaga, antes solo existían pequeñas aldeas y zonas de huertos.

El terreno de mi padre y su primo estaba situado a pocos metros de los diminutos caseríos de Loma Negra y Cortijo Grande – recordó Francisco Márquez -.

El lugar concreto era conocido como “la Aldea”, y allí existían pequeñas cabañas donde los trabajadores podían residir o dormir cuando era preciso.

En aquella zona, entre otros, estaba el huerto de “el Palmita”, repleto de deliciosas sandías y robustos tomates; frutas criadas con cariño y sin química, aderezadas con el cálido susurro y el cortado aliento del campesino que ama la tierra que surca con sus manos.

Durante la época de recolección, el recorrido era siempre el mismo. Salían bien temprano, sacándole ventaja al astro rey, con el material a vender.

Cruzaban el camino paralelo a la acequia en dirección a la playa. Dejaban a la derecha Loma Negra, Cortijo Grande y el campo de aviación; a la izquierda, un poco más abajo, la aldea de San Isidro, saliendo finalmente al carril principal que, tomado en dirección a Málaga capital, dejaba a los agricultores en “Filatos”, la aduana donde las frutas y hortalizas eran pesadas.

Tras esperar larguísimas colas y previo pago de las tasas, el camino era franqueado para que cada cual decidiera si vender el “material” en el mercado de Huelin, cuyos alrededores eran poco más que unos maizales, o en el de Atarazanas.

Pero en aquel año 45 o 46, las cosas iban a resultar diferentes para “el Palmita” y “el Pea”. En aquella situación de tiempo y espacio transcurre la increíble aventura que, ahora sí, paso a relatar sin más demora, una vez ubicados en las circunstancias y avatares de la misma.

Era pleno verano. “El Palmita” y “el Pea” acababan de llenar sus carros. Serían las 3:30 o 4:00 cuando decidieron marchar a “Filatos”.

Las kilométricas colas hacían necesaria una pronta salida para poder llegar a tiempo, rondando las 8:00, al mercado. Así que partieron de la siguiente manera.

A saber; “el Pea” iba delante con un carro cargado de tomates y una junta con dos vacas, y “el Palmita”, a la zaga, con su cargamento de sandías y una junta con dos mulos.

Sentado tranquilamente en la vara, José Márquez jamás hubiera esperado lo que en breve se le vendría encima, nunca mejor dicho.

Repentinamente, poco antes de llegar a San Isidro, sintió una inquietud incomprensible, pero solo a nivel interior, ya que el silencio era total y físicamente no se apreciaba nada en el ambiente.

En ese momento, receloso, giró la cabeza. De haber podido gritar, seguro lo hubiera hecho. Pero le fue imposible.

-Mi padre siempre dijo que el cielo se abrió…

-Entonces, ¿estaba nublado? – pregunté, a punto de pintar unas burdas nubes en el esquema que, más mal que bien, estaba trazando en mi cuaderno.

-No. Era una noche despejada. Una serena noche de verano, sin la menor nube en el cielo.

-No entiendo…

-Por lo que narraba, era como si un objeto brutalmente luminoso se fuera acercando. Su blanca luz, por lo tanto, “rompía” el cielo. Empezó como un punto luminoso que rápidamente fue creciendo según se dirigía a ellos. La iluminación se fue haciendo más grande, “abriendo” el firmamento.

En posteriores conversaciones con Rafael Salcedo, hijo de “El Pea”, el otro protagonista de la historia, confirmaba que su padre siempre habló de que la iluminación no se centró en una zona concreta, sino que parecía que era de día a varios kilómetros a la redonda

Si hoy, que estamos “curados de espanto”, nos enfrentáramos a una luz de semejante características, nuestro corazón se sobrecogería.

Por lo tanto, debemos ser conscientes del terror que hubo de causar aquello en ambos hombres en una época en la que esas luces no eran noticia, y más aún manifestada en mitad de la noche, por un sendero oscuro y sin otra compañía que los animales de carga.

En el centro de aquella energía lumínica se podía percibir un objeto informe que, según “el Palmita”, podía medir lo que una casa de tres pisos de alturas. O sea, una monstruosidad.

La inmaculada luz era tan intensa que en pocos segundos se “hizo de día”. Podía verse a kilómetros como si fuera las dos de la tarde.

Aquel objeto, que parecía surgir del cielo por la zona de las montañas que comunican con Ardales y Carratraca, comenzó a descender según se acercaba a la playa y a los sobrecogidos testigos.

Sin llegar a tocar el suelo, se puso casi a ras de este, a unos escasos seis metros de distancia. Lentamente, o así le pareció a “el Palmita”, se dio de bruces con ellos.

-¿Cómo recordaba tu padre aquel momento del encuentro?

-Muy vívidamente. La enorme luz pasó por encima de ellos a escasos metros. Pero, curiosamente, el único ruido que escucharon fue el de un zumbido. Mi padre, para hacernos entender, imitaba una ráfaga de viento. Aunque, por otro lado, en ningún momento sintió corrientes de aire ni ninguna otra percepción anormal. El ruido parecía proceder del propio objeto. Objeto al que, por cierto, no se le podía apreciar la forma, ya que la luz lo inundaba todo.

-¿Tampoco apreció ninguna radicación o fuerza magnética que explicara lo que pasó al instante con los animales?

-Nada de nada. Quitando el zumbido y la luz, no se notaba otra cosa.

Y es que la parte más incómoda, si cabe, de la experiencia, estaba por venir. Cuando la luz se puso justo sobre sus cabezas, continuando su viaje hacia el Sur, “el Palmita” no pudo hacer otra cosa que cubrirse la cara para que sus ojos no quedaran dañados por la fuerza lumínica.

Pero las bestias, como si presintieran algo, se asustaron. En un intento por salvar la vida de lo que posiblemente consideraron un peligro mortal, vacas y mulos se desviaron a la derecha, huyendo.

Los animales, que o no sabían o no recordaban que allí mismo, a pocos palmos, estaba la acequia que recorría todo el camino de punta a punta, vieron desaparecer algunas de sus patas en el vacío.

Aquel fue un momento de gran nerviosismo. Una luz amenazante sobre los campesinos y unas bestias a punto de “naufragar” no eran cualquier cosa. Mientras esto ocurría, el objeto continuó su marcha y desapareció en el horizonte de una playa ahora iluminada por aquella luz artificial.

Rafael Salcedo contaba que su padre, “el Pea”, hablaba en ocasiones de un extraño “movimiento de estrellas”, describiendo que tras el enorme objeto parecían danzar cientos de  puntitos luminosos, que tal vez podrían ser traducidos como parte de una curiosa y desconocida estela que dejaba el OVNI a su paso.

Pero ya era demasiado tarde. Aunque las vacas habían logrado en el último momento recuperar la verticalidad, los mulos de “el Palmita” cayeron cuan largos eran en el agua de la acequia, con más de un metro de altura en aquella época. Y tras los mulos, el carro. Tras el carro, las sandías. Y tras las sandías, como no podía ser menos, “el Palmita”.

El espectáculo debió ser digno de película. Los animales medio ahogados. Las sandías flotando en el cauce, ahora oscuro como la boca de un lobo. Y el pobre y remojado campesino con el agua hasta las orejas.

-Como para olvidar algo así… – pensé en voz alta.

-Imagínate. Siempre dijo que fue la cosa más extraña que le pasó en su vida.

No resulta difícil imaginar las escenas siguientes. “El Pea” sin poder hacer nada por sacar el carro de su primo, se dirigió a Cortijo Grande para pedir ayuda.

Era aquella aldea la única en la que se custodiaban animales de carga que pudieran ayudar en la labor. Los vecinos corrieron prestos a auxiliar a “el Palmita”.

Nuevas juntas de mulos remontaron el malogrado carro y a sus no menos burlados animales. Entre todos cargaron de nuevo las sandías, aquellas que no se habían perdido en el cauce de la acequia.

Dadas las gracias y sin compartir el verdadero motivo del accidente, los dos campesinos se dirigieron a “Filatos”, completamente silenciosos, sin dirigirse la palabra. El miedo era tal que no se atrevían a mentar lo vivido.

-No fue hasta las ocho de la mañana, tras llegar al mercado, cuando “el Pea” se aventuró a abrir la boca para comentar lo sucedido. Pero mi padre, con ojos desencajados, lo mandó callar. No quería recordar la incómoda experiencia.

-¿A qué velocidad pudo haber volado el objeto de marras? – le pregunté mientras observaba in situ la trayectoria desde la montaña hasta la playa.

-Tengo muy claro que hubo un cambio de velocidad. Una especie de frenada. Si observamos desde lejos la trayectoria, la luz debía ir a bastante velocidad para que mi padre la sintiera encima a los pocos segundos de aparecer sobre la montaña. Estamos hablando de muchos kilómetros.

-Pero tu padre sintió pasar la luz lentamente sobre él…

-Exacto. Me imagino que el objeto, al llegar a la zona de Cortijo Grande, frenó, y desde ese momento viajó despacio hasta perderse en el mar, a tan solo un par de kilómetros de aquí. Supongo que, a lo sumo, 60 o 70 k/h. De no haber sido así, habría pasado rápidamente y es posible que los animales no hubieran reaccionado de aquella manera. Y el zumbido hubiera sido quizá más fuerte.

El punto concreto esté levantado hoy día por las nuevas obras del aeropuerto, pero más o menos hay zonas cercanas que no han cambiado tanto. La acequia, al menos, continúa surcando parte del carril, antes de tierra y ahora de alquitrán. Un enclave donde se manifestó lo imposible.

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