El espiritismo según Allan Kardec

Por Jose Manuel García Bautista

Hippolyte Lèon Denizard Rivail nació en Lyon (Francia), el 3 de Octubre de 1804. Muchos pensarán que jamás habían oído hablar de un ocultista del XIX con ese nombre.

Sin embargo, casi cualquier persona interesada en el esoterismo o materias afines habrá leído un libro suyo… firmado como Allan Kardec, claro.

Kardec completó sus estudios como pedagogo en Yverdum (Suiza). Para ello fue discípulo del también pedagoo Heinrich Pestalozzi, que siempre defendió que la base de una sociedad, siempre bajo el lema “El aprendizaje por la cabeza, la mano y el corazón”.

Nada podía aprenderse sin la práctica y dicha afirmación es algo que marcará el trabajo de Kardec y su forma de ver el universo.

Probablemente la elección de maestro tampoco fue casual, pues su familia se caracterizó siempre por darle una gran importancia a la cultura y destacó igualmente en ciencias como en letras, especialmente en lingüística, llegando a dominar el inglés, el español, el holandés y el alemán, además del francés natal.

De hecho, viajó por las instituciones educativas más prestigiosas de toda Europa para fundar en 1824, en París, un instituto para la enseñanza similar al que le sirvió de base formativa en Yverdum.

Con apenas 27 años, ya formaba parte de la Real Academia de Arras y es que ya desde los 19 había comenzado a escribir más de 20 libros de carácter formativo, como “Curso práctico y teórico de aritmética” en 1823, “Plan propuesto para el mejoramiento de la institución pública” cinco años después, o incluso la “Gramática francesa clásica”.

Sin embargo, hacia 1834 se vio obligado a cerrar su escuela y tendrá que trabajar como contable para mantener a su familia. Seguiría, no obstante, ofreciendo clases particulares en su casa.

La mayor parte de su vida, pues, la dedicó a su pasión, la enseñanza desde una perspectiva progresista. Sin embargo y a pesar de su carácter modesto y tranquilo, a la par que enérgico y perseverante, todo cambiaría cuando cumpliese aproximadamente los 50.

En aquellos años, compartía una fantástica amistad con Fortier, que le habló del fenómeno, tan de moda entonces, de las mesas parlantes. Aquello desafió claramente su tendencia al razonamiento lógico, de hecho, hasta que no lo comprobó con sus propios ojos, no lo creyó.

El hecho de que las mesas pudieran transmitir mensajes de los muertos fue algo que claramente le chocó. Posteriormente se añadieron otra sesiones de escritura automática y, finalmente, admitió “Pude darme cuenta de que había algo serio tras aquella aparente trivialidad… como la revelación de una nueva ley que decidí investigar a fondo”.

Y así lo hizo. Se lanzó a la investigación de la fenomenología espiritista, algo sencillo teniendo en cuenta que vivió en una época en la que era relativamente fácil encontrar grupos y “casas” dedicadas a ello, como la de Madame Roger o la de la familia Baudin, además de contar con las sesiones de famosos médiums de la época como Japhet, Croset, Dufaux, las hermanas Baudin….

Observaba las sesiones tomando notas y analizando los contenidos de las preguntas y las respuestas recibidas por aquellos “espíritus”.

Según diría, aplicó “a aquella nueva ciencia, como lo he hecho siempre, el método experimental. Jamás senté (diría después) una teoría preconcebida.

Observaba con atención, comparaba, deducía y sacaba conclusiones; de los efectos me remontaba a las causas mediante la deducción y el encadenamiento lógico de los hechos y admitiendo la viabilidad de una explicación solamente cuando podía resolver ella todas las dificultades inherentes al tema…”.

Así, en 1855 escribió “El libro de los espíritus” en el que detallaba quinientas preguntas, consignadas con las respuestas recibidas, así como varios comentarios propios al respecto de cada una de ellas.

Tres años después ampliaría y renovaría su obra, aunque lo importante realmente es que fue publicado bajo el nombre de Allan Kardec, perteneciente a una antigua reencarnación gala suya que le fue revelada por un espíritu durante una sesión.

A aquel libro le seguirían otros, como “El libro de los médiums”, “El Evangelio según el espiritismo”, “Cielo e infierno” y “Génesis”, testigos claros de su postura respecto a las formas de transcomunicación y la cantidad de posibilidades que eso suponía para la organización del mundo y del propio universo.

Igualmente, fundó en 1858 una revista especializada, una tendencia también bastante común en la época, que se vio impulsada por el éxito que las obras de Kardec iban obteniendo. Se trataba de la “Revue Spirite”, al frente de la cual se mantuvo durante el resto de su vida.

Sin embargo y a pesar de lo que puede parecer, no se unió a la corriente espiritualista de la época.

Diferenció muy claramente su forma de entender el fenómeno: mientras el espiritualismo hablaba un mundo visible y otro invisible, él se declaró abiertamente espiritista, defendiendo la existencia del espíritu como la quinta esencia, unida al cuerpo por el periespíritu y fuera de lo que nuestros sentidos pueden percibir; un espíritu que permanece y vuelve, quizá en otras reencarnaciones.

Por supuesto, Allan Kardec también tuvo críticos. El conocido como El Jesuita Blanco fue un ejemplo, encabezando un intento de corregir y complementar la obra del autor, a pesar de afirmar que se había reencarnado en 1883.

Sus libros fueron condenados por el Obispo de Barcelona, que ordenó incluso que fueran quemados, y por Roma en sí, pues se incluyeron en el índice de libros prohibidos.

La suya no era una postura sencilla en medio de las corrientes filosóficas materialistas y positivistas de la época. Diría: “estudié los hechos con cuidado y perseverancia, los coordiné y deduje de ellos sus consecuencias”.

Así, llegó a la conclusión de que “el espiritismo es la prueba patente de la existencia del alma, de su individualidad después de la muerte, de su inmortalidad y de su suerte verdadera.

Es, pues, la destrucción del materialismo, no con razonamiento, sino con hechos.” Por ello, pasó a la historia como el gran sistematizador del espiritismo, sin dejarse llevar por el misticismo ni tener capacidades mediúmnicas.

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